La ciudad y las rejas

La ciudad y las rejas

LA HABANA, 5 ene. (Alfredo Prieto) En un famoso ensayo, Alejo Carpentier definía a La Habana como «la ciudad de las columnas»En efecto, si uno transita por sitios como la Calzada de Jesús del Monte, tan marcada por el poeta Eliseo Diego, o por los actuales municipios de El Cerro, Diez de Octubre y Plaza, no resulta inusual encontrar edificios y construcciones asentados sobre columnas jónicas o dóricas, remedos de un neoclacisismo trasnochado que, sin embargo, le otorgaron a aquella Habana un especial toque de distinción entre las capitales latinoamericanas de entonces.

Paseando por ciertas zonas de El Vedado se puede oler el aroma de margaritas y jazmines en jardines y parques; ver las magníficas columnas –unas intactas, otras semiderruidas– que ahora coexisten con un omnisciente protagonista urbano: las rejas y cercas, alevosamente edificadas como estructuras aislantes de un mundo exterior que se percibe profano, vulgar, promiscuo y, sobre todo, intruso e inseguro.

Pero no son en modo alguno novedad absoluta. Escribe Carpentier: «La casa criolla tradicional –y esto es más visible aún en las provincias– es una casa cerrada sobre sus propias penumbras, como la casa andaluza, árabe, de donde mucho procede. Al portón claveteado solo asoma el semblante llamado por la mano del aldabón.

Rara vez aparecen abiertas -entornadas, siquiera- las ventanas que dan a la calle. Y, para guardar mayores distancias, la reja afirma su presencia, con increíble prodigalidad, en la arquitectura cubana.»

Foto: Villa Costa Habana, B&B.

Y sigue: «Decíamos que La Habana es ciudad que posee columnas en número tal que ninguna ciudad del continente, en eso, podría aventajarla. Pero también tendríamos que hacer un inmenso recuento de rejas, un incalculable catálogo de los hierros, para definir del todo los barroquismos siempre implícitos, presentes, en la urbe cubana».

Ahora hay rejas de todos tipos, modelos y tamaños y colores, por las que puede inferirse el estatus social de sus dueños. Los más potentados –por lo regular los que alquilan habitaciones, trabajan en corporaciones o enclaves turísticos– se preservan hasta los tuétanos y se encargan muy bien de tapiarse buscando bloquear las miradas imprudentes de trujamanes y tahúres que deambulan por las aceras.

En sus dueños no es tampoco inusual el mal gusto y el kistch, a juzgar por unas volutas horripilantes, pintadas de un color oro más propio de coristas y Tongoleles que de El Vedado clásico, cuyas rejas eran forjadas por verdaderos maestros artesanos durante la época de las vacas gordas, cuando el dinero del azúcar corrió a raudales a manos de hacendados y dueños de centrales.

Foto: Casa Marilyn.

Pero quienes no figuran en la lista de privilegiados o tienen acceso eventual a la moneda dura, no quieren quedarse fuera del juego y acuden a materiales más prosaicos –el principal, la elemental cabilla– para aislarse del mundo externo, lo cual otorga a ciertas casas y apartamentos más un aspecto de prisión provinciana, a lo San Nicolás del Peladero, que de remanso para el disfrute del tiempo libre y la vida entre familia.

Poco importa que esas rejas cuasi proletarias se traten de engalanar con enredaderas y tiestos con plantas y flores. Como solía decir Flaubert, no son las perlas las que hacen el collar, sino el hilo.

Foto: Casa Lisett.

Definitivamente, desde este punto de vista La Habana es como Nueva York, México DF o cualquier otra urbe de este mundo globalizado, que brinda a los individuos no solo la posibilidad de sentirse más seguros encerrados en un nuevo cinturón de castidad, sino también de estar sometidos al perenne fuego del mal gusto, tan universal como la comida chatarra y esas marcas tipo Nike que le dan un mortal la importancia de llamarse Ernesto.

Como en otras tantas cosas cubanas, aquí también vale, creo, aquello de la primera piedra.

Foto: Casa El Ruso.

Fuente Oncuba